Acuden a mi memoria diversos personajes que sería prolijo mencionar, pero considero que ya es tiempo de hacer referencia a mi padre y a mi madre.

Mi padre se casó en segundas nupcias con ella, a quien le "llevaba", como se dice vulgarmente, veintidós o veintitrés años de edad. Al contraer matrimonio él tenía cincuenta y dos años.

Fue oriundo de la ciudad de México, de ascendencia española. Era alto de estatura, de tez muy blanca, ojos cafés claros y caminaba siempre muy erguido. Su carácter se caracterizaba por su afabilidad que de ordinario traducía en generosidad. Era enérgico y comprensivo. Jamás abrigaba en su alma ningún rencor. En varios aspectos su temperamento contrastaba con el de mi madre, que era fuerte y muchas veces intransigente. Fue en su época un prominente abogado. En el Foro gozaba de gran prestigio, habiendo sido muchos años, desde 1913 a 1932, en que falleció, maestro de Derecho Administrativo en la Escuela Libre de Derecho. Guardo como reliquia el original mecanografiado, con correcciones por él manuscritas, de un libro que pensaba editar sobre tan importante disciplina jurídica. Casi lo terminó, pero desgraciadamente su inesperado fallecimiento se lo impidió.

Dicho original me lo obsequió, varios años después, el licenciado Luis G. Saloma, quien fue uno de los más estimados discípulos de mi padre, habiendo sido "pasante" en su despacho desde que éste se ubicaba en la casa 35 de las calles de Capuchinas, hoy Venustiano Carranza, de esta capital, actualmente tan contaminada.

A las veladas de la Escuela Libre de Derecho mi padre me llevaba con frecuencia, por lo que desde entonces comencé a tener contacto con el ámbito jurídico, aunque no entendiera yo nada de lo que en ellas se trataba. Pude conocer desde que contaba ocho, diez o doce años de edad a insignes juristas de los años veintes y cuya obra docente y profesional seguimos todos recordando con respeto. Entre ellos figuraron don Emilio Rabasa, don Miguel y don Pablo Macedo, quien fue Director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia cuando se inauguró, por el Presidente Porfirio Díaz, su venerable edificio de San Ildefonso el 15 de marzo de 1908. Además de dichos jurisconsultos de altos vuelos, también tuve oportunidad de conocer, aunque evidentemente no de tratar, a don Rafael Martínez Carrillo, a don Carlos Vargas Galeana y a otros muchos cuyos nombres harían casi interminable esta relación.

Mi padre me presentaba como el mayor de sus hijos de su segundo matrimonio y yo, con la natural pena de mi niñez rayana en adolescencia, los saludaba con todo respeto y correspondía con el saludo a las caricias que algunos de ellos solían prodigarme. Era un abogado culto, sabía hablar casi perfectamente, además de nuestro bello idioma el español, el francés y el inglés. Fue sobrino de don Alfredo Chavero, eminente hombre público de fines del siglo pasado y quien, como se sabe, fue uno de los oradores en el sepelio de don Benito Juárez en el Panteón de San Fernando de la ciudad de México efectuado en el mes de julio de 1872. Su principal trabajo intelectual se tradujo en la formidable colaboración que prestó para la confección de la grandiosa obra "México al Través de los Siglos". A su pluma se debe primordialmente el profundo estudio histórico y arqueológico que aparece publicado en el Tomo I de la misma. Desde luego, no lo conocí personalmente pero sí a través de su actuación como político y hombre de cultura, pues en el libro ya mencionado me he inspirado muchas veces cuando en mis modestas producciones jurídicas abordo los temas que él trató y desarrolló magistralmente. Fue don Alfredo hermano de mi abuela paterna, doña Emilia Chavero, a quien tampoco tuve la oportunidad de conocer, por la sencilla razón de que cuando falleció, todavía estaba yo en el espíritu del Señor. Mi padre me platicaba mucho de su tío y de mi abuela, quien casó con mi abuelo paterno, evidentemente, que fue don Ignacio Burgoa Lagos.


Mi abuelo Paterno don Ignacio Burgoa Lagos

Era mi abuelo paterno un niño cuando ingresó como alumno en 1846 o 47 al Heroico Colegio Militar. Esta institución, baluarte del heroísmo y de la dignidad nacionales, se creó el 11 de octubre de 1823 y en un principio se estableció en la fortaleza de Perote, Estado de Veracruz, habiéndose instalado posteriormente, en 1828, en el antiguo convento de betlemitas, situado en lo que hoy es la esquina formada por las calles de Tacuba y Filomeno Mata. En su carácter de aprendiz castrense, mi abuelo defendió su Colegio, que desde 1833 estaba instalado en el Castillo de Chapultepec, contra los ataques de las tropas norteamericanas, en unión de otros alumnos, compañeros suyos, figurando entre ellos nada menos que don Miguel Miramón, quien después actuó destacadamente en la historia de México al lado de los conservadores y bajo las órdenes de Maximiliano. El nombre de mi abuelo se encuentra lapidariamente inscrito en el antiguo monumento, que inauguró, en las postrimería de su gobierno, don Porfirio Díaz, dentro de la lista de "alumnos prisioneros". Mi padre me contaba lo que, a su vez, el suyo le narró de dicha gesta histórica, y me relató que a los norteamericanos o "gringos" les sorprendió que un puñado de niños hubiese defendido el Castillo de Chapultepec y que, en atención a su corta edad, los tuvieron que enviar a sus casas con sus padres en calidad de "detenidos". Mi abuelo, como cadete, estuvo a las órdenes de los jóvenes que se conocen como "Niños Héroes", tales como Agustín Melgar, Juan Escutia, Fernando Montes de Oca y Juan de la Barrera, quienes ya habían adquirido el rango de oficiales. En las conmemoraciones de la defensa del Castillo de Chapultepec sólo se recuerdan sus nombres, omitiéndose injustamente la referencia a todos los alumnos que, como mi abuelo paterno, también pueden ser considerados con esa alta categoría patriótica, misma que se agiganta "mientras más aumenta la corrupción", según certera expresión del maestro José Vasconcelos.

Don Ignacio Burgoa Lagos, después de separarse de su incipiente carrera militar, estudió Derecho y recibió la patente o el oficio de Notario Público, profesión que ejerció hasta su muerte acaecida con cierta prematuridad en la última década del siglo pasado. Por ende, no lo conocí personalmente, pero sí al través de los relatos que de él me hacía mi padre.

Conservo de mi abuelo una obra suya, monográfica, aparecida en el año de 1871, cuando contaba cerca de cuarenta años de edad, y que es un alegato en contra de un proyecto de ley para el ejercicio de la profesión de escribano público, como entonces se denominaba al notario. En dicha pequeña obra, mi abuelo formula diversos argumentos de inconstitucionalidad de tal proyecto, lo que para mí es indicativo de que heredé, al través de sus genes, la tendencia de impugnar todo acto o ley contrarios a la Constitución. Ignoro si mi abuelo haya obtenido éxito en sus impugnaciones, lo que, por lo demás, es irrelevante, ya que lo más importante es luchar por un ideal o un principio sin esperar el triunfo ni temer la derrota. No obstante la
diferencia de edad, mi abuelo paterno llegó a ser consejero del Presidente de la República don Benito Juárez. Conservo en la Sala de Juntas de mi santuario o biblioteca-estudio la carta autógrafa que le dirigió el Benemérito y cuyo texto es el siguiente:

"Méjico- Mayo- 18 de 1868.
Sr. D. Ignacio Burgoa
Presente
Estimado amigo:

He recibido la apreciable de U. Fecha 16 del que cursa y quedo enterado delas indicaciones de U. que tendré presentes para dictar las medidasconvenientes.

Soy de U. affmo amigo y
at S. S. Q. B. S. M.
Benito Juárez"


De mi árbol genealógico paterno sólo he llegado a una de sus raíces sin
haber podido investigar otras de mayor profundidad. Así, conservo documentos fehacientes, entre ello el acta de bautizo de mi abuelo paterno, que indica mi siguiente ascendencia: abuelos, don Ignacio Burgoa Lagos y doña Emilia Chavero; bisabuelos, don Mariano Burgoa y doña Josefa Lagos y tatarabuelos, don José Burgoa y doña Micaela Velasco.

Posiblemente haya algún parentesco entre mis mencionados ascendientes y Fray de Burgoa de la Orden de Predicadores, Comisario del Santo Oficio, y autor del conocido libro publicado en 1674 y cuyo extensísimo título es el siguiente: "Geográfica Descripción de la Parte Septentrional, del Polo Ártico de la América, y nueva Iglesia de las Indias Occidentales, y Sito Astronómico de esta Provincia de Predicadores de Antequera Valle de Oaxaca: En Diez y Siete Grados del Trópico de Cáncer: Debaxo de los Aspetos, y Radiaciones de Planetas Morales, que la Fundaron con Virtudes Celestes, Influyéndola en Santidad, y Doctrina". Tal posibilidad deriva del común apellido "Burgoa", vizcaíno, cuyo escudo data del año de 1222.


Mi tatarabuelo paterno don José Burgoa

Sobre don José Burgoa creo pertinente hacer la siguiente referencia: fue designado por Fernando VII, quien no ocupa un lugar muy destacado y positivo en la historia de España y de México, subteniente de infantería en el Regimiento de la Corona de la Nueva España, acto que acaeció en el mes de octubre de 1818, habiendo sido refrendado por el entonces penúltimo virrey, don Juan Ruiz de Apodaca, "Conde del Venadito", y de quien podría yo hablar mucho pero me abstengo de hacerlo para no salirme del cauce de esta autobiografía.

Mis tatarabuelos paternos eran, en consecuencia, españoles navarros, habiéndose instalado en las postrimerías de la Colonia en nuestro país y formado el linaje fundador de mi familia, integrada por mexicanos criollos en una descendencia consanguínea directa.

Don José Burgoa militó a las órdenes de don Agustín de Iturbide y sirvió en el Ejército Trigarante que, con su entrada en la ciudad capital, consumó la Independencia de México el 27 de septiembre de 1821, al triunfo del famoso Plan de Iguala el 24 de febrero de ese mismo año.

Debo decir, con cierto humorismo de mi parte, que mi tatarabuelo José Burgoa tuvo la dicha visual de contemplar con sus propios ojos la esplendente belleza de doña María Ignacia Rodríguez de Velasco de Villar Villamil, la famosa "Güera Rodríguez", cuando recibió en el balcón de su residencia el homenaje de don Agustín, con quien la ligaban nexos de apasionado amor. Me he imaginado a mi ascendiente quedar embelesado ante tan hermosa dama, envidiando, posiblemente, a su jefe por la fortuna de profesar su cariño. Yo, su tataranieto, lo confieso, me siento enamorado de tan célebre y famosa "Güera", es decir, de lo que queda físicamente de ella, que no es nada (pulvis es et in pulvis reverteris). Mi "amor" por ella se renueva cada vez que releo la amenísima obra de don Artemio de Valle Arizpe que lleva su nombre.

Ignoro el destino de don José Burgoa, así como la fecha de su muerte, pues no he conseguido ni descubierto ningún dato que despeje tal misterio. Lo único que sé a ciencia cierta es que su hijo, mi bisabuelo paterno, don Mariano Burgoa, se dedicó al culto de Hermes o Mercurio, es decir, a la actividad de comerciante, en cuyo ejercicio hizo una regular fortuna que heredó su único hijo, mi abuelo, don Ignacio Burgoa Lagos. Desconozco igualmente el año en que falleció mi citado bisabuelo, quien en esta breve genealogía, es el único de mis ascendientes que se dedicó al comercio, sin que por fortuna haya yo heredado la vocación por esta actividad económica que reduce considerablemente el destino trascendental del hombre.


Mi madre, doña Eva Orihuela viuda de Burgoa y su prosapia


Toca ahora su turno a mi señora madre, doña Eva Orihuela viuda de Burgoa. Su padre, mi abuelo materno, don Manuel Orihuela y Fernández Gual del Muro no abrazó ninguna profesión. Durante su luenga vida, que abarcó ochenta y cuatro años, desempeñó diversas y disímiles actividades. A él sí lo traté con mucha frecuencia, pues falleció en el mes de marzo de 1939 cuando yo contaba veintiún años de edad y cursaba el quinto año de la carrera de abogado en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Sostenía muchas polémicas de altura con él, pues era masón del grado 33 y yo ideológicamente estructurado con la filosofía aristotélico-tomista que influenció notablemente mi mentalidad desde que cursaba el bachillerato en el Colegio Francés Morelos de los Hermanos Maristas, ideología que conservo hasta la actualidad y que me ha sido de gran trascendencia en mis modestas
actividades investigatorias, docentes y profesionales.

En una ocasión mi abuelo me invitó para que lo acompañara a una "tenida" masónica en la Gran Logia "Valle de México", que estaba ubicada, si mal no recuerdo, en la calle de Donceles. Su interés estribaba en convencerme para que ingresara yo a la masonería. Asistí a una curiosa ceremonia en unión de otros jóvenes como yo que teníamos la consigna de permanecer atentos a su desarrollo envueltos en una especie de silencio sepulcral. El curioso acto ceremonial no sólo no me satisfizo, sino que provocó mi hilaridad que discretamente y con respeto comuniqué a mi abuelo, diciéndole más o menos lo siguiente:-"Entre estas tenidas masónicas y las ceremonias rituales de la liturgia católica, prefiero éstas."

La reacción de mi abuelo fue muy airada y en su rostro, que era agraciado y en el cual lucía una espera barba a la usanza de los caballeros españoles, se reflejó un profundo disgusto, que lo mantuvo alejado de mi durante varios meses. Para congraciarme con él y volver a tener las delicias de su amena charla, le fui a pedir perdón por mis opiniones sobre la masonería y él, como buen masón, me lo otorgó, aunque nunca me convenció de su modo de pensar.

Tanto mi abuelo como mi madre me platicaron circunstancias y hechos muy curiosos y significativos que no quiero dejar de relatar en relación a mi ascendencia materna. Durante las Guerras Carlistas en España, al finalizar la primera mitad del siglo XIX, que implicaron una verdadera revolución en contra de la reina Isabel II, hija de Fernando VII, y a la que los revolucionarios trataron de aplicar la famosa Ley Sálica, uno de sus jefes fue nada menos mi tatarabuelo, de cuna valenciana. Esta ley se originó en el Reino de los Francos o Salios y entre sus prescripciones de Derecho Público figuraba la que prohibía a las mujeres acceder al trono en forma definitiva, pudiendo sólo ser reinas regentes, consortes o viudas. Tal prohibición se decretó en España por el primer rey borbón Felipe V, nieto de Luis XIV, habiendo sido abolida por Carlos IV y nuevamente puesta en vigor por Fernando VII, quien, casi in lecto mortis, con la veleidad que lo caracterizaba, la declaró insubsistente. El trono español fue disputado a Isabel por su tío Carlos María Isidro, provocándose la guerra civil entre los isabelinos y los carlistas, quienes fueron duramente perseguidos por el gobierno de Isabel II. Se fulminaron contra ellos diversos decretos condenándolos a sufrir graves sanciones, entre ellas la pérdida de la libertad y hasta de la vida.

Como mi tatarabuelo tenía vínculos de amistad, por origen común, con don Manuel J. Orihuela, quien después fue mi bisabuelo, solicitó a éste que tratase de obtener del gobierno de la República Mexicana una especie de autorización para que viniese a nuestro país a radicarse definitivamente con su esposa, mi tatarabuela, y con su bellísima hija, que después fue mi bisabuela, y que entonces apenas contaba con catorce o quince años de edad. Sin embargo, su belleza rutilante se veía un tanto cuanto menguada por su inadecuado apelativo, pues sus progenitores tuvieron la mala ocurrencia de bautizarla con el nombre de Jovita.

Llegados a México mi tatarabuelo y mi tatarabuela maternos, se instalaron convenientemente en nuestra capital y don Manuel J. Orihuela, que era Notario Público, de desahogada posición económica y además soltero, se prendó de la muchacha, la solicitó en matrimonio y la convirtió en su esposa con una diferencia de edad más o menos de treinta años, según mi madre me contaba. De este matrimonio nacieron mi abuelo don Manuel Orihuela y mis tíos abuelos, Ciro y Francisco y, si mal no recuerdo, una joven de nombre María, quien murió en plena juventud.

Como notario público mi bisabuelo Manuel J. Orihuela formalizó el testamento que otorgó doña Leona Vicario, heroína nacional, a favor de su esposo don Andrés Quintana Roo, y de sus hijas Genoveva y María Dolores, con fecha 30 de marzo de 1839. No quisiera dejar inadvertido un acontecimiento muy curioso en que fue protagonista mi citado bisabuelo. Cuando don Antonio López de Santa Anna se retiró para descansar y reponerse de una "grave enfermedad" de la presidencia de la República, previa autorización del Congreso General, se hizo cargo de tal alto puesto el Vice-presidente don Valentín Gómez Farías. Éste, como bien es sabido, expidió, allá por 1833 o 34, diversos decretos, unos plausibles, como los relativos a la abolición de la coacción civil para el pago de diezmos y primicias a la Iglesia y para el
mantenimiento de los votos monásticos, y otros francamente negativos, como fueron el que suprimió a la insigne institución de cultura de la Nueva España, que fue la Real y Pontificia Universidad de México, y otro que ordenó la expulsión de nuestro país de varios españoles, entre quienes se encontraba mi multicitado bisabuelo materno. Este último decreto fue bautizado por el pueblo con el mote despectivo y hasta cómico de "La Ley del Caso", porque en su texto, además de ordenar dicha expulsión, sin expresión de ningún motivo, también se determinó deportar a toda persona que estuviese en el "mismo caso", sin haberse especificado de qué caso se trataba. Los afectados por tan curioso decreto expulsorio hicieron "caso omiso" de la "Ley del Caso" y no abandonaron el territorio nacional.

De haberlo acatado mi bisabuelo, yo no hubiese nacido en tierra mexicana a la que tanto amo, en la que he vivido por casi siete décadas y que cubrirá, llegado el fatal momento, o sea, el hecho necesarísimo de la muerte, mi perecedero cuerpo, pues desde ahora y a guisa de disposición testamentaria, manifiesto mi aversión por la cremación.

Por otro lado, debe decir que mi madre era sobrina nieta del General don Mariano Arista, quien fue honrado Presidente de la República de 1850 a 1852 y al que la historia conoce como el "Cuervo Blanco" por su singular honestidad en el manejo de los asuntos público, aunque con anterioridad haya sufrido varios descalabros como militar en las famosas Guerras de Tejas bajo el mando de Santa Anna. Don Mariano, nacido en San Luis Potosí el año de 1802, renunció a la presidencia al comenzar el año de 1853 por no haber logrado deshacer el nudo gordiano de los intereses corruptos de la época y se trasladó a España, país de sus inmediatos ascendientes. Murió en 1855 a bordo del vapor inglés "Tagus". Su cuerpo fue sepultado en Lisboa y su corazón traído a México. Por Decreto de 26 de enero de 1856 el presidente Ignacio Comonfort lo declaró benemérito de la Patria.

Mi parentesco con tan distinguido personaje deriva de que mi abuela materna era su sobrina, doña Isabel Arista, segunda esposa de mi abuelo Manuel Orihuela, quien, por otra parte, me narró el siguiente sucedido. En sus años de juventud, mi abuelo, en compañía de un amigo contemporáneo suyo, salían una noche del Teatro Abreu, inaugurado en 1875, donde, según me contó, habían ido a deleitarse con la maravillosa voz de nuestra cantante de ópera Ángela Peralta "El Ruiseñor Mexicano" quien, entre paréntesis, era bastante fea. Les causó sorpresa a los dos amigos ver cerca de la puerta del teatro alrededor de las diez de la noche, a una mujer vestida totalmente de blanco que caminaba con paso veloz. Dicha sorpresa se convirtió en curiosidad y mi abuelo y su compañero trataron de darle alcance, casi
corriendo, por las calles que actualmente se llaman de Bolívar, 5 de Mayo y Avenida Hidalgo.

En aquella época, o sea, durante los primeros lustros de la segunda mitad del siglo XIX, era insólito ver una mujer sola deambulando por las rúas citadinas, lo que exacerbó la inquietud de los dos amigos por conocer la identidad de la dama. No lograron darle alcance, pero sí advirtieron que dicha mujer penetró en el Panteón de San Fernando y que se perdió entre las tumbas. Mi abuelo y su acompañante fueron presas del pánico, recordando la leyenda de la Llorona, al suponer que ésta se les había desde la salida del Teatro Arbeu. Tal vez este hecho carezca evidentemente de importancia y trascendencia; pero si lo consigno aquí es con el objeto de recordar la ingenuidad y la credulidad que prevalecía en la sociedad mexicana de aquella época.

Seguramente, en la actualidad ya nadie creé en la supuesta existencia de la Llorona y nadie se extraña tampoco de que no solo en la noche, sino hasta en la madrugada, transiten por las calles de México muchas mujeres solas. Huelga el comentario.

Deseo ahora hacer una referencia a mi madre, quien durante toda mi vida adulta siempre fue mi guía y mi consejera hasta su fallecimiento que aconteció el 25 de septiembre de 1975. Era una mujer alta, de complexión delgada, de tez blanca apiñonada y de cabellera fina, tersa y ensortijada. Cuando murió a la edad de ochenta y tres años, apenas peinaba canas. Era sumamente enérgica, de penetrante inteligencia natural y de extraordinaria intuición, que es una de las virtudes maternales. Dado su carácter fuerte era muy poco cariñosa. Nunca a ninguno de sus hijos ni a mi padre prodigaba caricias ni melosidades, propias de los temperamentos débiles generalmente.

Como ya he dicho, fue la segunda esposa de mi progenitor quien era veintidós o veinticuatro años mayor que ella. Enviudó relativamente joven cuando contaba alrededor de cuarenta y dos años de edad. Yo había cumplido a la muerte de mi padre catorce años y me encontraba cursando el tercer año de secundaria en el Colegio Alemán
.

El fallecimiento inesperado y casi súbito de mi padre me llenó de profunda tristeza y después del sepelio, que se llevó a cabo el 30 de junio de 1932, mi madre me dijo a solas las siguientes palabras:
-"Muchacho, ya sabes lo que tu padre sufrió con los hijos varones de su
primer matrimonio. De ellos no logró hacer ningún hombre de bien. Tú tienes la obligación de procurar que el apellido `Burgoa´ no se olvide, de perpetuarlo y de enaltecerlo. Si lo logras habrás rendido el más grande de los tributos a tu padre y a mí me harías profundamente feliz."
Estas palabras maternas no sólo no las olvidé, sino que su profundo sentido ha sido y es la guía permanente de mi vida. Me dediqué al estudio con mucho más intensidad que como lo había hecho anteriormente a la muerte de mi padre, pues comprendí, desde los catorce años de edad, que Dios me había puesto en este mundo para entregarme a tal actividad.


Mis relaciones con mi padre

Debo decir, en relación con los hechos que acabo de relatar y obviando
algunos acontecimientos importantes de mi niñez que después narraré, que en mi adolescencia me vinculé estrechamente con mi padre. Lo admiraba profundamente por su carácter firme aunque bondadoso, amable y comunicativo. Yo sentía el amor que me profesó y el temor de que pudiera yo no ser alguien en la vida. Con mucha frecuencia, semanalmente lo visitaba en su despacho después de terminadas mis labores escolares, generalmente los sábados al medio día. Con gran respeto contemplaba yo sus libros entre los que descollaban las obras de Baudry Lacantinerie, Ripert, Planiol, Laurent y otros que son clásicos para el estudio del Derecho y fuente de permanente consulta.

Como es de suponerse, fui el heredero de ellos y los conservo en la biblioteca, que es mi orgullo. Mi curiosidad intelectual me llevó a hojear algunos volúmenes tomados al azar; pero como están escritos en francés, idioma que aún no aprendía, no entendía yo nada absolutamente de su contenido. Esta circunstancia me orilló a inscribirme en la Alianza Francesa para complementar el aprendizaje de tan bello idioma que inicié en el tercer año de secundaria del Colegio Alemán, como lo establecía el programa correspondiente.

Tenía mi padre dos secretarias llamadas Sofía Zamorátegui y Adela cuyo apellido no recuerdo. La primera de ellas fue la que sirvió en su Bufete hasta el fallecimiento de mi progenitor y desde muchos años atrás. Me tenía especial cariño y mucho tiempo después me lo ratificó, siendo ya una anciana, cuando tuve el gusto de reencontrarla por conducto de don Carlos Vergara, quien fue ahijado de bautizo de mi padre. Doña Sofía murió hace aproximadamente dos o tres años anteriores a 1987.

Solía yo conversar con mi progenitor sobre distintos tópicos. Le hacía muchas preguntas en relación con la profesión de abogado y me informaba someramente de sus principales aspectos, advirtiendo él con positivo gusto, que traslucía en su sonrosado semblante, mi vocación por dedicarme a su misma profesión. Me ayudaba en las composiciones literarias que como tarea nos encargaban en el colegio, principalmente las de carácter histórico y de educación cívica. Alguna vez me dictó una de ellas sobre la influencia del maquinismo en las condiciones sociales y económicas de los trabajadores. Huelga decir que con dicha composición obtuve el primer premio, circunstancia que comuniqué a mi padre, habiéndole dicho que había yo hecho caravanas con sombrero ajeno. Aún conservo como una reliquia el dictado referido.

Después de retirarnos de su despacho (el cuarto que yo recuerdo) ubicado en el edificio número cuarenta y cinco de las calles de Palma, solía llevarme a tomar saludables abluciones en los conocidos baños "El Harem" o "San Agustín", ubicados respectivamente en las calles de Bolívar y en las de República del Salvador. Después, con bastante apetito, me invitaba a comer a diferentes restaurantes de postín de la época, como el Giacomini, que se encontraba instalado en el vestíbulo del famoso edificio Borja, hoy Pasaje del mismo nombre, el Café de Tacuba, el restaurante Roma, propiedad de un señor italiano llamado Agapito Croce.

 


 

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